¡Útimamente te amé, oh belleza tan antigua y tan nueva!

¡Útimamente te amé, oh belleza tan antigua y tan nueva!



Mi pregunta era mi atención, y su respuesta, su belleza (Confesiones X, 6, 9).

Hoy nos falta el sentido de la contemplación. Estamos tan absorbidos por el trabajo, por el éxito, que vemos a las personas y las cosas solo a la luz de la utilidad y la eficiencia.

Nuestra mirada se ha vuelto gélida, sin alegría, y bajo esta mirada, las personas y las cosas ya no tienen ningún misterio para nosotros. Todo se convierte en un instrumento, todo se reduce al estado de un objeto inerte, expuesto a nuestro alcance, destinado a ser transformado, utilizado. Hemos perdido el sentido del misterio. Incluso pasamos unos junto a otros sin mirarnos, cada uno obsesionado por los intereses del momento. Los ojos de nuestro corazón están verdaderamente enfermos. Nos falta el sentido de la gratuidad y la alabanza.

Por lo tanto, debemos saber redescubrir el sentido de la maravilla. Debemos acogerlo todo con ojos nuevos y puros, con los ojos de Dios; debemos saber mirarlo todo con la mirada de Dios. San Agustín acude en nuestra ayuda; descubre a Dios en todo lo que nos rodea: cosas, personas, acontecimientos. Para él, todo en el mundo clama a Dios: «Y el cielo y la tierra y todo lo que hay en ellos, aquí están desde todas partes diciéndome que te ame, y no dejan de decir esto a todos los hombres, para que no tengan excusa» (Confesiones X, 6, 8). Todo nos habla de Dios. Todo es un signo, la palabra de Dios. Dios, en efecto, creó todo. Pero crear no es hacer las cosas de una vez por todas. La creación es una acción permanente de Dios. Dios nos creó, pero no se distancia de nosotros; permanece presente para nosotros; nos sostiene y nos sostiene en su mano: No existiría, Dios mío, no existiría en absoluto, si tú no estuvieras en mí. O mejor dicho, no sería, si no estuviera en Ti, de quien todo es, por quien todo es, en quien todo es (Confesiones I, 2, 2).

Todo, por este mismo hecho, habla de una relación con Dios. Las cosas nunca nos detienen; cuando sabemos escucharlas, nos devuelven a Dios. Son solo señales de Dios, y una señal, una buena señal, nunca nos detiene. Siempre se refiere a lo que significa. Cada vez que nos acercamos a ellas, oímos su voz que nos dice: «Vayan a Dios, no se detengan en nosotros».

Interrogué a la tierra y ella dijo: «No soy yo». Y todo en ella hizo la misma confesión. Interrogué al mar, a las profundidades, a los seres vivos que se arrastran. Respondieron: «No somos tu Dios: busca por encima de nosotros». […] Y dije a todos los seres que rodean las puertas de mi carne: «Hablad de mi Dios, ya que no lo sois, decidme algo de él». Gritaron con voz potente: «Es él quien nos creó». […] Mi pregunta fue mi atención, y su respuesta, su belleza (Confesiones X, 6, 9).

Las cosas y los acontecimientos nos hablan de Dios. Por lo tanto, debemos elevar la mirada hacia Dios, tener una visión profunda de todo lo que nos rodea: todo es una ventana abierta a Dios. San Agustín ve toda la creación como un inmenso libro escrito por Dios para hablarnos de su amor.

Y tú trabajas para convencernos de estas cosas con suma sabiduría, oh Dios nuestro, en tu libro, tu firmamento, para que podamos discernirlas todas en admirable contemplación, aunque todavía divididas en signos y tiempos, días y años (Confesiones XIII, 18, 23).

Cada experiencia sensorial es una llamada de Dios para que regresemos a él. El problema que enfrentamos es saber descifrar y discernir el significado divino de todos estos eventos.

La primera condición para experimentar a Dios en la contemplación del universo es el silencio, pero un silencio de escucha y atención.

Dios nunca deja de venir a nosotros, pero Dios nunca se impone. Se entrega a quienes lo buscan, a quienes prestan atención a su presencia. El problema de encontrar a Dios nunca reside en Dios. Él nunca deja de llamar a nuestra puerta. Todo nos habla de Dios. Todo nos pide amarlo, regresar a él. El problema de nuestro encuentro con Dios radica en nuestra capacidad de esperarlo, de prestarle atención. Dios se entrega a nosotros, pero según nuestra capacidad de atención.

Ahora bien, acoger la palabra de Dios en esta realidad que nos rodea significa, ante todo, saber maravillarnos de su belleza. En el asombro, el esplendor de una cosa o de un comportamiento nos cautiva, nos cautiva. Ante esta manifestación de Dios, nos sentimos cautivados por el resplandor de su luz, su grandeza, y no podemos evitar exclamar: «Tú eres grande, Señor, y digno de ser alabado; grande es tu poder e inconmensurable tu sabiduría» (Confesiones I, 1, 1). Pero, al mismo tiempo, reconocemos que estamos lejos de Dios: su gloria nos deslumbra y, al mismo tiempo, revela nuestras limitaciones, nuestra pobreza.

Alabarte es lo que un hombre, cualquier partícula de tu creación, anhela, y un hombre que lleva por doquier el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios (Confesiones I, 1, 1).

Moisés, antes de la revelación de Dios en la zarza ardiente, «se cubrió el rostro, pues tenía miedo de mirar a Dios» (Éx 3, 6). Pedro, testigo de la pesca milagrosa, le dirá a Jesús: «Señor, apártate de mí, que soy culpable» (Lc 5, 8). La gloria de Dios nos hace descubrir la impureza de nuestro corazón.

Esta experiencia de la gloria y el esplendor de Dios no tiene como última palabra el miedo ni el temor, ni, por lo tanto, la distancia de Dios. Dios se nos hace presente como lo admirable, más aún, como lo adorable. Nos sentimos fascinados por él, por su belleza y su bondad. Y nos dice san Agustín: Has golpeado constantemente la debilidad de mi mirada con la violencia de tus rayos sobre mí, y he temblado de amor y de horror (Confesiones VII, 10, 16).

¿Quién es, pues, este que brilla sobre mí y me golpea el corazón sin herirlo? Estoy a la vez lleno de horror y lleno de ardor; lleno de horror, hasta el punto de no parecerme a él; lleno de ardor, hasta el punto de parecerme a él (Confesiones XI, 9, 11).

Y así nos transformamos en alabanza. No podemos guardarnos para nosotros lo que sentimos en lo más profundo de nuestro corazón, y nos convertimos en un canto de alabanza.

Alabar, adorar, es reconocer que Dios es Dios, es dejar que Dios hable de sí mismo en nosotros.